En aquel reino, el arte de la cartografía había
alcanzado tal grado de perfección que todo rincón de su territorio se
encontraba dibujado con absoluta puntualidad en el espacio y en el tiempo. Los
mapas narraban la realidad de modo que sólo la misma realidad los superaba:
crecían, hablaban y se movían por medio de ingeniosos artilugios de óptica y
relojería, y casi no había nada que no pudiera saberse sobre el país y su gente,
si se tomaba el plano adecuado y se lo dejaba narrar, con sabor y precisión
asombrosos, el trajinar de esos pueblos, el correr de sus ríos, los rumores que
arrastraba el viento y aun las cavernosas entrañas de las cordilleras.
Por supuesto,
la tarea de rehacer los mapas cada vez que algo cambiaba era considerada la más
importante, luego de los oficios religiosos y, sin duda alguna, antes que el
gobierno, la escuela y las demás artes. Y era sabido por todos que los
príncipes sólo podrían tomar las decisiones más justas y apropiadas para sus
súbditos si consultaban los mapas en forma cotidiana, auxiliados por las
conjeturas de sus sabios. Así que los príncipes miraban y escuchaban, pero
luego decidían – como siempre lo hicieron dondequiera – de acuerdo a las más
variadas razones y circunstancias, y había – como siempre las hubo – maneras de
interpretar toda suerte de conclusiones a partir de los mapas, que igual la
realidad inclina a un lado y al otro las veleidosas mentes de los hombres...
A. Bayona
A. Bayona
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